miércoles, 27 de agosto de 2014

Prefiero a un dios hecho árbol antes que a uno hecho hombre




Jesucristo es el humanismo más empalagoso de todos. ¡Qué toquen la sonata de piano en una iglesia blanqueada! ¿No te basta? Pónganme un babero orlado. ¡Vamos!, seamos amanerados: nuestros gestos afectados son la pureza de la beatitud. No somos capaces de tocar la mugrienta tierra: nuestras narices respingadas son demasiado pulcras, demasiado humanas y demasiado rasuradas. Sabemos de civilización.

Desde que nació el cristianismo, el rencor acaramelado, el odio dulcificado, arremetió contra el cetro sagrado de los bosques y las montañas, contra el puñado de hierba que se eleva a través del viento agitado y libre. El cristianismo es la adoración al individuo, un culto destinado a la urbe, el culto a la particularidad humana por excelencia: tomó, con su mano despreciativa y puritana, la ciega devoción –¡ciega de loca clarividencia!- que flotaba en la amplitud cósmica e insondable, y la redujo a un individuo exclusivo. La adoración a la esencia impersonal en la naturaleza viva fue traspasada a una adoración personalista centrada en el ser humano particular, a despecho de la naturaleza, poblada de demonios, de falsos ídolos, poblada de paganismo, en definitiva, ¡carente de espíritu, de vida, carente del divino soplo, exclusividad del ser humano! Porque sólo el ser humano es imperecedero, sólo en él reside el Espíritu Santo. ¡El lema principal de todo burgués ciudadano! ¡El primer paso para la Revolución Industrial! ¡El primer atisbo de cosificación de la naturaleza, objeto inerte, herramienta que se usa y desecha, que se explota, que se arranca y arroja, creada para el humano, ser henchido de ambición! La tierra pertenece a ese puritano sentado en un sillón real que se eleva muy por encima de la mugre verde. Así lo dice Dios: “llenad la tierra, y sojuzgadla” (Génesis 1:28). ¡Sojuzgadla!

El cristianismo: ¡humanismo, no bondad! Humanismo con el ojo torvo, humanismo del que mira de lado, del que ama la adhesión humana y posee lengua demasiado humana y floja. ¡Y esa obsesión por el lenguaje, surgida del exceso de Palabra, del exceso de logos, del exceso de sermón, del vicio de la escritura! Yo prefiero la vívida imagen, o aún más: la pura idea sin imagen, labrada con su sola fuerza. ¿No decía el necio de Tertuliano que solo se piensa con palabras?

¿De qué me sirve un corazón de piedra ornamentado con palabras bonitas? ¿De qué me sirve un nido de avispas revestido de pureza alada y constipada –ridícula pureza eunuca-? ¿De qué un abismo recubierto por luz? ¿De qué me sirve lo agrio y lo amargo, la rudeza bruta, el áspero sabor de la lija dura y pura, aderezada con azúcar, miel y caramelo angelicales, con el dulzor más meloso y pegajoso? Tantos remilgos no sirven para comunicar amor. Ni un ápice de amor se comunica por medio de ellos para quien sabe mirar a través de la fingida imagen, penetrar el velo con el filo de su mirada y capturar su núcleo en un instante. El bien no se adorna, ni se sermonea con palabras afables que encierran malos sentimientos y bajas pasiones. ¡Eufemismos! ¡El fariseo se trasladó de ahí, acá, dice el ángel señalando el viejo templo!

Si quieres amor y benevolencia hacia todos los seres -entismo o serismo en lugar de humanismo-, lo hallarás en las flores y en los árboles: Jesús es una sombra. Leyendo la vida de Jesús escrita en los Evangelios digo: ¡cuánta telenovela humanista y cuánta obsesión por la biografía, por la historia, por el tiempo, por la hora, por el minuto, por el reloj y por lo efímero! ¡Leyendo a Jesús de repente uno se vuelve urbano y comerciante! Primero comercia para luego poder desprenderse de sus riquezas: ¡pureza! Nunca aprendió nada de la tierra ni del viento, y el frío no es una bendición, como la lluvia tampoco es ya una bendición para su alma, sino una maldición para su cuerpo.

¡Yo prefiero adorar al árbol sagrado, al árbol divino, cetro de Dios! Yo prefiero a un dios hecho árbol. El árbol definitivamente es más elocuente que el humano, pero su elocuencia no es vana: el mensaje llega intacto, sin ser traicionado. En cambio la lengua a menudo traiciona el mensaje. A quien no es capaz de leer lo divino en el Libro del Silencio, ¿dé que le sirven los libros sagrados? Quien no comprende entregándose a la quietud, ¿cómo podrá comprender en el bullicio? 

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