Jesucristo es el
humanismo más empalagoso de todos. ¡Qué toquen la sonata de piano en una
iglesia blanqueada! ¿No te basta? Pónganme un babero orlado. ¡Vamos!, seamos
amanerados: nuestros gestos afectados son la pureza de la beatitud. No somos
capaces de tocar la mugrienta tierra: nuestras narices respingadas son demasiado
pulcras, demasiado humanas y demasiado rasuradas. Sabemos de civilización.
Desde que nació
el cristianismo, el rencor acaramelado, el odio dulcificado, arremetió contra
el cetro sagrado de los bosques y las montañas, contra el puñado de hierba que se
eleva a través del viento agitado y libre. El cristianismo es la adoración al
individuo, un culto destinado a la urbe, el culto a la particularidad humana
por excelencia: tomó, con su mano despreciativa y puritana, la ciega devoción –¡ciega
de loca clarividencia!- que flotaba en la amplitud cósmica e insondable, y la
redujo a un individuo exclusivo. La adoración a la esencia impersonal en la naturaleza
viva fue traspasada a una adoración personalista centrada en el ser humano
particular, a despecho de la naturaleza, poblada de demonios, de falsos ídolos,
poblada de paganismo, en definitiva, ¡carente de espíritu, de vida, carente del
divino soplo, exclusividad del ser humano! Porque sólo el ser humano es imperecedero,
sólo en él reside el Espíritu Santo. ¡El lema principal de todo burgués ciudadano!
¡El primer paso para la Revolución Industrial! ¡El primer atisbo de
cosificación de la naturaleza, objeto inerte, herramienta que se usa y desecha,
que se explota, que se arranca y arroja, creada para el humano, ser henchido de
ambición! La tierra pertenece a ese puritano sentado en un sillón real que se
eleva muy por encima de la mugre verde. Así lo dice Dios: “llenad la tierra, y
sojuzgadla” (Génesis 1:28). ¡Sojuzgadla!
El
cristianismo: ¡humanismo, no bondad! Humanismo con el ojo torvo, humanismo del
que mira de lado, del que ama la adhesión humana y posee lengua demasiado
humana y floja. ¡Y esa obsesión por el lenguaje, surgida del exceso de Palabra,
del exceso de logos, del exceso de sermón, del vicio de la escritura! Yo
prefiero la vívida imagen, o aún más: la pura idea sin imagen, labrada con su
sola fuerza. ¿No decía el necio de Tertuliano que solo se piensa con palabras?
¿De qué me sirve
un corazón de piedra ornamentado con palabras bonitas? ¿De qué me sirve un nido
de avispas revestido de pureza alada y constipada –ridícula pureza eunuca-? ¿De
qué un abismo recubierto por luz? ¿De qué me sirve lo agrio y lo amargo, la
rudeza bruta, el áspero sabor de la lija dura y pura, aderezada con azúcar, miel
y caramelo angelicales, con el dulzor más meloso y pegajoso? Tantos remilgos no
sirven para comunicar amor. Ni un ápice de amor se comunica por medio de ellos
para quien sabe mirar a través de la fingida imagen, penetrar el velo con el
filo de su mirada y capturar su núcleo en un instante. El bien no se adorna, ni
se sermonea con palabras afables que encierran malos sentimientos y bajas
pasiones. ¡Eufemismos! ¡El fariseo se trasladó de ahí, acá, dice el ángel señalando
el viejo templo!
Si quieres amor
y benevolencia hacia todos los seres -entismo o serismo en lugar de humanismo-,
lo hallarás en las flores y en los árboles: Jesús es una sombra. Leyendo la
vida de Jesús escrita en los Evangelios digo: ¡cuánta telenovela humanista y cuánta
obsesión por la biografía, por la historia, por el tiempo, por la hora, por el
minuto, por el reloj y por lo efímero! ¡Leyendo a Jesús de repente uno se
vuelve urbano y comerciante! Primero comercia para luego poder desprenderse de
sus riquezas: ¡pureza! Nunca aprendió nada de la tierra ni del viento, y el
frío no es una bendición, como la lluvia tampoco es ya una bendición para su
alma, sino una maldición para su cuerpo.
¡Yo prefiero
adorar al árbol sagrado, al árbol divino, cetro de Dios! Yo prefiero a un dios
hecho árbol. El árbol definitivamente es más elocuente que el humano, pero su
elocuencia no es vana: el mensaje llega intacto, sin ser traicionado. En cambio
la lengua a menudo traiciona el mensaje. A quien no es capaz de leer lo divino
en el Libro del Silencio, ¿dé que le sirven los libros sagrados? Quien no
comprende entregándose a la quietud, ¿cómo podrá comprender en el bullicio?
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