No vi nada, no escuché nada. Mis sentidos se suspendieron. Lo experimenté como un recuerdo: de súbito, recordé. Y el recuerdo emergió con mucha fuerza, en un instante, hasta que me consumió por entero como el fuego al hilo de una vela, hasta que desaparecí, me extinguí.
Es muy difícil de explicar, pero intentaré aproximarme.
Atravesé los confines de mi ser en un instante ínfimo, como si atravesara un túnel oscuro sin fin, hasta que alcancé el núcleo de mi corazón, que permanecía oculto en penumbra, olvidado, como los cuerpos que yacen sepultados bajo tierra. Cuando alcancé mi núcleo, súbitamente alcancé, a la par, el núcleo de todas las cosas: todos los seres éramos, en realidad, el mismo ser. Pero para expresarme más rigurosamente, tampoco puedo decir que éramos él mismo ser, porque no éramos un ser, ni tampoco un no ser, sino que estábamos más allá del ser y del no ser. No éramos ni no no-éramos. El ser y el no ser no eran más que parte de la ilusión, del humo que se difuminaba. Lo que me rodeaba, la multiplicidad, el mundo, el universo, lo contemplé desde fuera en un segundo, y vi cómo se diluía ante la verdad, como el espejismo que era, completamente irreal. También se me mostró que el universo irreal nunca había tenido un principio ni tendría un fin dentro del tiempo, también irreal. El universo, en su irrealidad, siempre había existido. Pero más allá de su existencia perpetua, se elevaba lo verdadero y absoluto, que era el fundamento sin el cual su existencia sería inviable: su verdadera fuente, más allá del tiempo. Esa verdad era el amor: amor absoluto, eterno, infinito, todopoderoso, más allá de cualquier noción, limite, ley, palabra, etc. Ese amor era lo más profundo de mí, de todo cuanto existe, era la verdadera realidad de todos los seres, lo único real. El amor, única realidad, era como un punto. Era diminuto. Era lo más pequeño. Era infinitamente pequeño. Tanto que se contraía en su centro hasta el infinito. Tanto que desaparecía, que era inaprehensible. Tanto, que era absoluto y lo abarcaba todo. Tanto, que era indiviso. Todo eso se me mostró con una realidad inconcebible. La felicidad que experimentaba era, literalmente, absoluta, sin límite alguno. Mi revelación fue más breve que un segundo. Pero ese segundo era eterno. La distancia que separa al principio, unidad o amor absoluto de la existencia ilusoria, se me reveló como infinita. Entre la verdad y la ilusión mediaba un abismo infinito.
Muchas veces intento explicarlo, pero no me entienden, y creen que algo así puede estar sujeto a error o acierto y que admite la duda. Pero lo cierto es que lo que se me mostró se me mostró como una certeza absoluta. Era más real, en grado infinito, que mi propia existencia individual y pensamiento. Las certezas evidentes, como 2 + 2 = 4, en realidad, frente a esa verdad mucho más que evidente, evidente en grado infinito, pero olvidada, desaparecen.
Es lo más cercano a la real naturaleza de la existencia
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